
Lo más curioso del lugar es que eran las 6 de la mañana y el sol todavía no aparecía en el horizonte. En un sitio de playa es común que los primeros rayos se puedan mirar un poco antes de esta hora.
Al bajar del autobús una oleada de calor me obligó a despojarme de la chamarra-anti-fríos-citadinos que venía cargando desde mi salida de la ciudad. El termómetro ya marcaba poco más de 20 grados, los suficientes para sentirme a gusto y con ganas de iniciar una nueva aventura.
El piso estaba mojado. Un lanchero nos platicaba que hacía unas horas había llovido un poco. Umh, pensé. Seguramente mañana el cielo estará muy nublado, y no habrá manera de tomar buenas fotos con sol. Mi visita no era en plan de holgazanería. Esta vez un fin académico-experimental fue el motivo para dejar atrás el ruido de la ciudad, para volcar mi mente y corazón al lente de mi cámara mecánica.
La penumbra de la madrugada me infundía un poco de temor. Algunas cosas que llevé al lugar eran prestadas lo cual requería una mayor atención y, para colmo el "Chepo", quien sería el encargado de cruzarnos la laguna hacia las enramadas donde acamparíamos, parecía no importarle otra cosa que meternos un buen susto tratando de volcar la lancha en repetidas ocasiones.
Algunos de mis compañeros de la carrera ya han estado en ese lugar. "Playa para grifos" es el nombre coloquial. Los pros y contras escuché durante los últimos días que pasé en la escuela antes de comenzar la travesía.
Como buenos cuates, las recomendaciones no faltaron. Un candado para la casa de campaña, repelente de moscos, que me pusiera abusada con la cuenta de lo que consumía y sobre todo, que en ese lugar habría mucha hierba qué quemar. No faltó nada de lo mencionado.
Ya armado el campamento algunos de los asistentes preguntaban por la mota y por el vendedor de hongos alucinógenos y demás. El Chepo ofreció llevarnos a buscar hongos. Él decía que no los traía pero que nos llevaba al lugar donde se hallan. Algunos se desanimaron con la idea, otros la pensaron un rato más.
El día transcurría y una oferta hizo que pronta tomara mi cámara y me uniera a una excursión por los manglares cercanos a la isla. Nuestro amigo lugareño era el guía. Todo comenzó tranquilo, clic aquí, clic allá...Debo confesar que me hace falta un poquito más de habilidad con la cámara. Ser más rápida con el enfoque y al disparar.
En el trayecto hubo un momento en que la lancha encayó. El Chepo nos pidió amablemente que nos bajáramos a empujar. Bueno, qué le pasa a este tipo, pensé. Todavía de que maneja horrible, nos quiere poner a desencayar la lancha. Además se dá el lujo de decirnos que nos va a llevar a un lugar donde, según él, está bien peligroso pero bien bonito. Claro, todo esto siempre y cuando ya no haya más contratiempos; el nivel del agua está bajísimo. Seguramente hará su agosto con nosotros cuando estemos allá....Agh, y yo para colmo no sé nadar.
A mis acompañantes no les importó mi argumento y mucho menos les pareció mi decisión de quedarme en el bote mientras ellos empujaban; tuve que saltar al agua para ayudar. Que no se haga un hoyo donde pise, que sea rápido, que no me ahogue, imploraba al cielo. Poco a poco iba subiendo el nivel del agua. En un instante, el grito de súbanse a la lancha fue mi salvación. Pero no duró mucho, nuevamente encayamos. Ya cuando me estaba resignando a bajar de nueva cuenta, la orden sólo fue para los hombres. Uff, respiré... como dice mi abuelita, suerte de la que no se baña jajaja.
Ya rumbo al manglar, el Chepo se dió cuenta de lo imposible que resultaría hacer tal expedición. Así pues, sugirió que buscáramos los hongos. Bueno, eso está mejor, dije. Pisaremos tierra firme.
Qué irónico, tanto que el gobierno del país hace en contra del narcotráfico, tantas toneladas de marihuana que queman a diario nuestras fuerzas armadas, tanto, tanto, tanto... y yo traspasando propiedad privada y con un tío que no hace mas que estirar la mano para conseguir hierba y de la buena (eso dicen los expertos).
Encontramos los hongos. Subimos de nueva cuenta a la lancha y esta vez, de regreso, nos acercamos al otro extremo de la playa, donde también encayamos. Ni tarda ni perezosa, decidí hacer el resto del recorrido a pie. Unos cuantos secundaron la idea y el resto siguió empujando para llegar por el lado de la laguna.
Caía el atardecer y con cámaras en mano (la digital y la mecánica) el show de luces y colores comenzaba. Durante la noche los tambores no se hicieron esperar, bailé cual aborigen; el calor de la fogata, el de la noche, hizo de mi cuerpo un danzante entre lenguas de fuego y ritmos africanos.
Al día siguiente la experiéncia fotográfica esperaba por nosotros....
Continuará...