Toda la vida he pensado que leer es un arte, algo comparado con saber tomar café. No cualquier grano tostado causa en el paladar una sensaciòn casi orgàsmica tan similar a la que provoca el mejor de los amantes. Hasta para eso hay que saber ser gourmet. Conmigo pasa igual, no cualquier libro logra erizar mi piel de la misma forma en que se siente un bao en el cuello, proporcionado por un amor que tengo, incitándome a poner en práctica las artes amatorias.
La primera vez que me pasó algo así fue con un libro que, por azares del destino, llegó a mis manos.
Estaba en la secundaria, la recién inagurada biblioteca nos permitía llevar a casa el libro de nuestra elecciòn. Claro, habría que señalar que sólo había algo así como 200 títulos en los que la literatura universal, los textos académicos y unas cuantas donaciones particulares hacían que el acervo no hubiera pasado por un estricto proceso de selección. A quién le dan pan y llore ¿o no?
Mi primera elección fue Mujercitas. La semana de préstamo me duró nada cuando al tercer día entregué mi ejemplar pues lo había devorado en un santiamén. Buscaba Hombrecitos, para continuar con obras de la misma autora, y nuevamente caí en cuenta que estaba siendo exigente con la pobre biblioteca.
Decidí caminar por otro estante y esta vez, me dije, tendría que ser un libro gordo, con muchas páginas, que tuviera que leer por más tiempo en lo que otra buena y aburrida ama de casa, decidía limpiar su biblioteca y donara más libros.
Pensaba que esta vez podría leer algo así como El Quijote o Cien años de Soledad; para los estándares de lectura que tenía a esa edad, era una maratónica experiencia. En ese momento fue cuando se asomó un libro gruesísimo con pasta rosa y una pareja de enamorados en portada. El título no lo recuerdo pero sí aquella sensación de pecado que provocaba el sólo mirar por un instante las pastas.
Me lo llevé. Así sin más, llené la forma de préstamo y muy contenta corrí a casa.
Ya en mi hogar me senté en mi sillón favorito dispuesta a pasar otra fabulosa tarde de lectura. Entonces comencé. Mis pupilas se dilataban cada vez más en cada punto y aparte que encontraba. Todo iba bien hasta que llegué a un punto en donde boté el libro y grité ¡My eyes, my eyes! Los dos amantes se estaban conociendo...bíblicamente hablando. El párrafo narraba con mucho detalle la manera en que ella se entregaba a su amor y él le descubría sus formas de mujer. Digo, ahorita no me espanto, pero a los 13 años, sin haber experimentado el primer beso y comenzando a descubrir lo fabuloso del sexo opuesto, tal lectura fue algo así como una violaciòn a las niñas de mis ojos.
Ni tarda ni perezosa regresé el libro por temor a que mi madre leyera tan apócrifa publicación. Claro, antes de regresarlo, pervertí a mi hermana mostrándole lo que acababa de leer. Nos miramos la una a la otra y soltamos la carcajada. Una experiencia más para agregar al baúl de la solapación.
Después de esta experiencia mágico-erótica-musical, decidí no arriesgar más y mejor comenzar por la lectura universal para que, ya con más años y más camino andado, pudiera disfrutar plenamente ese tipo de lecturas.
Ayer recordé esta experiencia y la curiosidad volvió a mi mente. Hoy me pregunto ¿estarán muy caros esos libros? ¿seguirá siendo Daniel Stern el que escribe esas cosas?
A veces, no puedo evitar que me salga lo Violetta y mucho menos si se trata de libros eróticos baratos. Si he de seguir siendo una lectora ecuménica, me he de leer esa tuna!
La primera vez que me pasó algo así fue con un libro que, por azares del destino, llegó a mis manos.
Estaba en la secundaria, la recién inagurada biblioteca nos permitía llevar a casa el libro de nuestra elecciòn. Claro, habría que señalar que sólo había algo así como 200 títulos en los que la literatura universal, los textos académicos y unas cuantas donaciones particulares hacían que el acervo no hubiera pasado por un estricto proceso de selección. A quién le dan pan y llore ¿o no?
Mi primera elección fue Mujercitas. La semana de préstamo me duró nada cuando al tercer día entregué mi ejemplar pues lo había devorado en un santiamén. Buscaba Hombrecitos, para continuar con obras de la misma autora, y nuevamente caí en cuenta que estaba siendo exigente con la pobre biblioteca.
Decidí caminar por otro estante y esta vez, me dije, tendría que ser un libro gordo, con muchas páginas, que tuviera que leer por más tiempo en lo que otra buena y aburrida ama de casa, decidía limpiar su biblioteca y donara más libros.
Pensaba que esta vez podría leer algo así como El Quijote o Cien años de Soledad; para los estándares de lectura que tenía a esa edad, era una maratónica experiencia. En ese momento fue cuando se asomó un libro gruesísimo con pasta rosa y una pareja de enamorados en portada. El título no lo recuerdo pero sí aquella sensación de pecado que provocaba el sólo mirar por un instante las pastas.
Me lo llevé. Así sin más, llené la forma de préstamo y muy contenta corrí a casa.
Ya en mi hogar me senté en mi sillón favorito dispuesta a pasar otra fabulosa tarde de lectura. Entonces comencé. Mis pupilas se dilataban cada vez más en cada punto y aparte que encontraba. Todo iba bien hasta que llegué a un punto en donde boté el libro y grité ¡My eyes, my eyes! Los dos amantes se estaban conociendo...bíblicamente hablando. El párrafo narraba con mucho detalle la manera en que ella se entregaba a su amor y él le descubría sus formas de mujer. Digo, ahorita no me espanto, pero a los 13 años, sin haber experimentado el primer beso y comenzando a descubrir lo fabuloso del sexo opuesto, tal lectura fue algo así como una violaciòn a las niñas de mis ojos.
Ni tarda ni perezosa regresé el libro por temor a que mi madre leyera tan apócrifa publicación. Claro, antes de regresarlo, pervertí a mi hermana mostrándole lo que acababa de leer. Nos miramos la una a la otra y soltamos la carcajada. Una experiencia más para agregar al baúl de la solapación.
Después de esta experiencia mágico-erótica-musical, decidí no arriesgar más y mejor comenzar por la lectura universal para que, ya con más años y más camino andado, pudiera disfrutar plenamente ese tipo de lecturas.
Ayer recordé esta experiencia y la curiosidad volvió a mi mente. Hoy me pregunto ¿estarán muy caros esos libros? ¿seguirá siendo Daniel Stern el que escribe esas cosas?
A veces, no puedo evitar que me salga lo Violetta y mucho menos si se trata de libros eróticos baratos. Si he de seguir siendo una lectora ecuménica, me he de leer esa tuna!