martes, 30 de noviembre de 2010

Milagro de vida

Siempre he pensado que mi trabajo me sorprende día a día de una forma u otra y lo hace en el momento en que la monotonía pudiera hacer mella en mi vida, haciéndome razonar el por qué de mis días en ese lugar.

Hace unas cuantas semanas, el frío invitaba a no salir de casa. La sala de urgencias estaba desierta y al filo del medio día recibimos una llamada. Radiocontrol puso al médico de guardia al tanto de la situación mientras la ambulancia iba en camino. Como en las series, todos atentos en espera de la sirena anunciando su arribo.

Una cobija a cuadros cubría sus piernas, su vientre no se veía abultado, ella temblaba y su pareja palidecía cada vez más. Él se hizo a un lado para que pasara la camilla, ella movía rápidamente sus ojos, tratando de captar todo lo que se dijera, lo que se hiciera. Se leía miedo en su rostro.

Pasado el interrogatorio con la pareja, me dirigí a donde estaba ella. El médico estaba a punto de examinarla y allí lo vi, por primera vez en mi vida tuve ante mis ojos el milagro de la vida.

Su piel rojiza, el cordón que lo alimentó durante las semanas de vida que se gestó dentro de su madre, su cuerpo perfecto, inmóvil aún destilaba luz aunque la propia ya se había apagado.

Allí lo miré por unos cuantos segundos, sin embargo mis ojos no podían apartar la mirada de tal perfección.

Sus pequeñas manos mostraban unos dedos largos, relajados y se acomodaban a un lado de su cabeza. La espalda hermosa y frágil, se curvaba un poco. Sus piernas delgadas y sus pies diminutos. Allí estaba, presente. No era su tiempo de llegada, aún así la sensación de pertenencia, de espacio ya lo ocupaba.

En un segundo miré de reojo a su madre, yacía tendida sobre la camilla y por fin observé su vientre. Mis ojos, mi ser no alcanzaba a comprender cómo un pequeño de poco más de 20 semanas de gestación crecía dentro de ella, se formaba y se perfeccionaba día a día.

Allí lo deseé con todas mis fuerzas, ser víctima de ese milagro, de esa luz interior, de experimentar esa belleza. No, no era el instinto maternal. Algo más fuerte apareció en mí. Más allá de todo pronóstico referente a mi sexo, quise saber qué se siente crear esa conexión, entender la propia vida a través de la misma. Ser portadora de un milagro.

La imaginación ayuda en lo que a emociones se refiere, pensar en una niña y colores pasteles o en un niño y travesuras al por mayor, la herencia genética que podrá presentarse en ojos, color de piel, etc. Pero lo verdaderamente impactante es la formación propia de ese ser. Las células cambiando para dar parte a un corazón, al sistema circulatorio, a las uñas, a las pestañas, a esa electricidad que dará energía a un cuerpo y un buen día emitirá su primer llanto, su bienvenida.

Así conocí el milagro, un pequeño que me dio una simple muestra de lo grande que significa respirar, latir, sentir, existir y que hoy por hoy sigue maravillándome eso llamado vida.

En mi vida ya tengo muchos pequeños milagros a los que les veo/leo crecer día a día. Y pasada esta experiencia no puedo sentirme solo feliz, esa palabra no alcanza para encasillar la fuerza del sentimiento.

Hay un Dios, lo sé. Le agradezco la oportunidad de ver con mis propios ojos esa conexión entre el cielo y la tierra aunque fuera por unos instantes.









Dedicada a esos pequeños seres cuya historia no sólo es de búsqueda, sino de fortaleza y esperanza. A uds J, R, S, A, P, L.