Por fin se desocupa un lugar y pido permiso para sentarme. La chica que ocupa el primer asiento me pregunta hasta dónde voy. ¿Importa? Necesito sentarme, el camión avanza rápido y en cualquier momento frenará de sopetón.
Contesto a su pregunta y duda en cederme el primer asiento o el que está junto a la ventana. Opta por recorrerse y saca su lápiz negro para delinearse los ojos.
El resto del camino trata de terminar con su maquillaje, tarea nada fácil y menos porque el sol le da en la cara.
Cuando ve cercana mi parada, siento su mirada como preguntando a qué hora me voy a bajar.
Al levantarme del asiento se recorre a mi lugar. De nuevo el maquillaje ahora sí, sin sol que la moleste.
En esta tribu urbana cada día me sorprendo con nuevos especímenes, nuevas actitudes ridículas e indolentes. Lo normal pareciera ser lo extraño, y cada vez veo más al transporte público como una extensión de la casa. Ya no me sorprendo cuando veo a la gente desayunando, peinándose, maquillándose. Me sorprenderé el día que no lo vea. Ese día comenzará el Apocalipsis.