miércoles, 23 de noviembre de 2016

Del transporte público y sus usuarios

Por fin se desocupa un lugar y pido permiso para sentarme. La chica que ocupa el primer asiento me pregunta hasta dónde voy. ¿Importa? Necesito sentarme, el camión avanza rápido y en cualquier momento frenará de sopetón. 


Contesto a su pregunta y duda en cederme el primer asiento o el que está junto a la ventana. Opta por recorrerse y saca su lápiz negro para delinearse los ojos. 


El resto del camino trata de terminar con su maquillaje, tarea nada fácil y menos porque el sol le da en la cara. 


Cuando ve cercana mi parada, siento su mirada como preguntando a qué hora me voy a bajar. 


Al levantarme del asiento se recorre a mi lugar. De nuevo el maquillaje ahora sí, sin sol que la moleste. 


En esta tribu urbana cada día me sorprendo con nuevos especímenes, nuevas actitudes ridículas e indolentes. Lo normal pareciera ser lo extraño, y cada vez veo más al transporte público como una extensión de la casa. Ya no me sorprendo cuando veo a la gente desayunando, peinándose, maquillándose. Me sorprenderé el día que no lo vea. Ese día comenzará el Apocalipsis.



lunes, 29 de agosto de 2016

En el metro

Hoy me he levantado sin ganas, mirando el despertador esperando que faltarán por lo menos dos horas más antes de poner un pie en el piso. 

Lo que sospechaba, ese parpadeo me había costado cinco minutos más de lo previsto. Un desayuno rápido y a correr para llegar a tiempo. 

Conozco los caprichos de esta ciudad: el tráfico, la prisa, la impaciencia al asomar la cabeza esperando por el convoy naranja que aparezca por el túnel, los minutos corriendo y el metro totalmente detenido. Aun así esta ciudad y su gente me siguen sorprendiendo y no precisamente de buena manera. 

Hoy las cosas son diferentes, llevo un pasajero en mi vientre y saca de mí la mejor estrategia para protegerlo del río de gente que se agolpa en el andén mientras yo intento abordar el metro. 

Nada resulta, la gente no mira a su alrededor, solo se concentra en una cosa: apretar y apretar hasta conseguir un lugar aunque las puertas no se puedan cerrar, aunque desde adentro griten ¡ya no cabe!

Decido regresarme una estación y llegar a la base de nueva cuenta pero esta vez sentada, cuidando que mi pequeño pasajero no sea golpeado ni aplastado. Todo sale bien hasta que intento descender. Las mujeres pelean, se empujan, se molestan verbalmente. No hay respeto ni espacio para ejercerlo. 

Las puertas se abren y por mucho que espero para pasar nadie me deja y al contrario, el convoy se cierra y sigue su camino. Pienso, una estación más y me bajo. Ilusa de mí, tuve que planear otra ruta. 

No fue sino hasta la quinta estación que pude descender y en esa, aunque también eran muchísimas personas las que bajaban, la guerra desatada unas estaciones antes no se comparaba ni en lo más mínimo en este lugar. Con un poco más de civilidad la gente salía y entraba procurando no molestar ni molestarse. ¡Qué GRAN diferencia! 

En otro momento no me hubiera importado empujar, gritar, bolsearme a un par con tal de bajarme donde debí hacerlo siempre y cuando fuera necesario, pero para qué hacerlo si con ser civilizado basta, o por lo menos es lo que uno espera. Eso es algo que nadie entiende y que, al contrario, cree que con empujones todo se soluciona.

Después de dar vuelta y media a la ciudad en el metro, llegué una hora tarde a mi cita. Muy apenada entré al lugar y tomé asiento. 

Mañana repetiré la travesía. Solo espero que una hora más temprano marque la diferencia.  






martes, 26 de abril de 2016

Yo también sufrí acoso

Un hombre de unos cuarenta y tantos abordó el camión donde yo viajaba. Se sentó en el asiento paralelo a mí y todo el tiempo me estuvo observando, una niña sola viajando en camión es presa fácil para cualquier persona con malas intenciones. 

Al llegar a la base, permanecí sentada hasta que se bajó toda la gente. El hombre gordo descendió de la unidad y se paró en la puerta esperando a que yo bajara. En sus labios se dibujaba una sonrisa mientras me miraba paciente. 

Mi corazón latía rapidísimo, sabía que si me bajaba algo malo me sucedería. Decidí pedirle al chofer que me dejara adelante, antes de que diera la vuelta en el siguiente semáforo. El hombre no esperaba esa acción de mi parte y tampoco reaccionó a tiempo cuando el camión arrancó. Al llegar al semáforo, caminé lo más rápido que pude hasta la siguiente te estación del metro y no volteé atrás hasta llegar a mi destino. Esa fue la primera vez, pero no fue la última. Yo tenía 9 años.

La siguiente ocasión, unos meses después del primer episodio,  un joven de unos 17 años aproximadamente, se acercaba sigilosamente a mí. Mi madre ya me había advertido de qué hacer en caso de que alguien me siguiera, pero sus palabras no se compararon con lo que yo sentí. 

Esa vez mi instinto me salvó al acercarme a una señora y pedirle que me acompañara hasta el lugar al que iba. Sólo estaba a una cuadra de mi destino pero yo sentía que era como recorrer la ciudad entera y tenía miedo de encontrarme aquel chico al dar la vuelta. Ese día, cuando mi mamá llegó por mi, lloré tanto y tan fuerte que le supliqué no volver más a la escuela. Allí se terminaron las clases de ballet.

Los años pasaron, volví a confiar en mí y volví a viajar en transporte público de nuevo yo sola. Iba rumbo a la prepa cuando un hombre gordo, sudoroso se apretó tanto a mi cuerpo que sentí su pene. Me quedé fría. Inmediatamente después lo empujé y puse mi mochila al frente, tratando de crear barrera entre nosotros.

El hombre volvió a acercarse y se volvió a embarrar pero esta vez sobre mi mochila. Cuando el convoy enfrenó lo volví a empujar con todas mis fuerzas y me bajé corriendo. Ya había llegado a mi destino pero hasta que no crucé las puertas de la prepa me sentí de nuevo segura. 

Y así, por varios años más, los episodios de acoso se repitieron varias veces.  Me manosearon, me nalgueó un tipo que pasó en una bici, me agarraron las piernas cuando bajaba del micro. Mi profesor de matemáticas me acosó para que saliera con él y como no accedí me reprobó. Para mi mala suerte presenté extraordinario y él fue el sinodal... Durante los siguientes dos años y qué casualidad que cuando ya no lo fue, yo aprobé la materia. El chofer de una combi estiraba la mano cuando movía la palanca de velocidades para rozar con sus dedos mis piernas. Y yo, aunque me defendía nunca nadie hizo nada. 

En otra ocasión, cuando terminaba la prepa, de regreso a mi casa, el tipo que se sentó a mi lado en el camión se bajó el cierre del pantalón y comenzó a masturbarse. Me dio tanto asco, tanto miedo, que sólo atiné a levantarme del asiento y recorrerme hasta el fondo. Allí, de pie, me fui hasta llegar a mi destino. Era de noche, ya tarde, no tenía opción o era ese camión o me quedaba en la calle. Recuerdo perfecto haberle llamado a mi novio para contarle lo sucedido. Muy enojado me decía lo impotente que se sentía de saber que me pasaban esas cosas y él sin poder ayudarme. Ojalá tuviera coche, me decía. Así podría ir por ti y llevarte a tu casa. Me desespera no poder hacer nada.

Cuando por fin creí que mis días de acoso habían terminado, del otro lado el mundo me demostraron lo contrario. 

Estaba en Egipto, en Alejandría, mis acompañantes y yo decidimos meternos a nadar al mar. La tarde caía y el espectáculo era maravilloso. 

Ya nos habían advertido desde nuestra llegada al país que los egipcios ven a la mujer occidental (tal cual las palabras) como una mujer fácil, que se presta para todo tipo de situaciones sexuales. Nosotros éramos un grupo mixto, así que en cierta forma nos sentíamos seguras de contar con varones que pudieran ahuyentar a cualquiera que pudiera propasarse. Además, decidimos usar ropa discreta. 

Ese día en particular, mis amigas y yo ni siquiera llevamos traje de baño para no provocar nada ni a nadie. Nos metimos al mar completamente vestidas. 

Cerca de nosotras nadaba un grupo de jovencillos entre 13 y 20 años. Le dije a mi compañera que nos alejáramos de ellos, que buscáramos un lugar donde pudiéramos estar tranquilas. Nos alejamos un poco más pero ni así pasamos desapercibidas. 

Los jóvenes nos rodearon, como si fuéramos animales extraños. Nos aventaban agua jugando entre ellos pero con el afán de molestarnos hasta que comenzaron a zambullirse. 

Nosotras seguíamos atentas sus movimientos. De pronto alguien nalgueó a mi compañera y a mí me agarraron una pierna. Los chicos reían y alentaban a los osados a continuar. Mi amiga gritaba cuando se le acercaban y me pedía que nos saliéramos. Tanto era mi coraje que no me quise salir y esperé a que se repitiera el suceso, una de cal por todas las que iban de arena. 

Ya tenía identificado a mi agresor y esta vez iba la mía, esta.  vez el idioma no sería barrera para dejar en claro que NO, que a mí no me podía tocar, que a mí no me iban a faltar al espero y mucho menos por ser extranjera.

Esperé hasta que sentí sus manos y lo agarré. Le jalé el cabello y lo sumergí unos cuantos segundos. Sentí su lucha, sentí su miedo, sus brazadas para salir huyendo. Al final lo solté, se levantó y tosió un par de veces. Santo remedio. Se alejaron. No nos volvieron a molestar. Nosotras sin embargo, nos salimos del agua y nos retiramos de ahí. 

Hoy recuerdo con tanto coraje esos espisodios. Coraje porque nunca fui una persona que vistiera de forma escandalosa de manera que pudiera prestarse a un ataque de ese tipo. Y aunque así lo fuera, no debería suceder nunca. Coraje porque muchas de esas ocasiones el miedo fue más fuerte que todo y no supe qué hacer más que salir corriendo. Tristeza porque ninguna mujer debería pasar lo ello. 

Me da miedo pensar en que si tengo una hija pase por lo mismo que yo. Porque al final del día no podré mantenerla en una burbuja de cristal para librarla/privarla de su libertad. 

En mi trabajo y en mis redes he leído y sabido de muchísimos casos de acoso. No soy la primera ni la última, pero tampoco creo que nuestra condición femenina permita a los hombres el camino ancho para faltarnos al respeto. 

A mi me encantaría saber de un hombre al que le hayan agarrado las nalgas en el metro o que otro hombre se hubiera embarrado en su espalda y sentirlo demasiado cerca hasta paralizarlo de miedo. 

Ojalá algún día alguien lo desvista con la mirada y se sienta tan sucio que no quiera volver a ponerse su suéter favorito sin que esa sensación de horror le recorra la piel. 

Para cambiar una manera de pensar hay que empezar desde casa. Mujeres dejen de criar machitos, hombres respeten a la mujer, no por su género sino por su ser. 

Dejemos de faltarnos al respeto y denigrarnos con frases sexistas. Tanto vale un hombre como una mujer. Aquí no hay sexo débil, sólo alguien que pide respeto.




lunes, 18 de abril de 2016

Amistad y redes sociales

Hace tiempo durante una de nuestra pláticas mi madre me dijo "hay que fomentar la amistad" y es cierto, y también creo que en estos días de redes sociales nos sentimos más solos que antes. 

Últimamente me siento alejada de mis amigos "cercanos". ¿La razón? No los busco por whatsapp ni los busco en Facebook, los llevo presente en mi mente, si algo leo/veo se los comparto. No los busco 24/7 ni siento que mi obligación sea hablarles a diario o saber de ellos a cada segundo. Sin embargo hay quien de cierta forma me ha hecho saber que un saludo a la semana por mi parte no le caería mal. Aunque pensándolo bien, yo debería recibir lo mismo ¿no?

Yo me pregunto entonces ¿cómo era que me hacía de amigos antes de todas estas cosas digitales? ¿Cómo debo adaptar(me) a las nuevas amistades on line?

Mis amigas más entrañables son aquellas que conocí de niña, con las que crecí. Recuerdo que no necesitábamos hablarnos a diario porque nos veíamos en la escuela y durante las vacaciones de verano ni nos acordábamos de nuestra existencia. Al regreso a clases volvíamos a las andadas y al chal nuestro de cada día. Cuando cambiamos de grado nos llamábamos por teléfono de vez en cuando, sabíamos que allí estábamos. 

Con ellas llevo una relación de esas en las que sabes que puede pasar mucho tiempo sin saber la una de la otra pero que en el momento en que las necesites allí estarán para ti y viceversa. 

Son de esas relaciones que tienen picos, una temporada estás muy unida a ellas, otra estás ausente. De pronto vuelves a estar muy cerca de ellas y otras más muy alejada, así por muchos años y la amistad permanece, a veces siento que se fortalece. Extrañarse funciona, te hace valorar lo que tienes y lo que recibes.

En cuanto a las que son por internet he descubierto varias cosas. Algunas son frías; aún si el trato es diario, no significa que sean relaciones "con contenido". Se vuelven superficiales, sin embargo generan cierta adicción, el morbo en su total expresión. 

Otras, en cambio, se vuelven de cierta forma indispensables, el grado de confianza es mucho mayor, la empatía al otro lado de la pantalla pudiera presentarnos a nuestra alma gemela, a nuestra persona. 

Aquí las palabras juegan un punto muy importante, estas pueden interpretarse de tantas formas que cualquier comentario puede herir suceptibidades y romper el lazo afectivo a la menor provocación. Aquí todos pierden. Y una relación, ya sea virtual o física, no se forza. Por mucho empeño que se ponga, cuando algo ya no funciona no queda más que decir adiós.

Entonces ¿cómo hacer para conservar amistades? ¿cómo fomentar la amistad sin tener que estar pegada al teléfono todo el santo día pero tampoco como para que esa persona se sienta abandonada? ¿se puede llamar amistad a eso?

Vernos, apapacharnos, tenernos cerca es algo básico en nuestras necesidades afectivas ¿se puede pensar que la disponibilidad en redes sociales sustituye al tacto? Si de por sí ya es muy difícil relacionarse en directo lo es aún más virtualmente.

Yo no creo que una amistad se fomente con estar disponibles 24/7 al contrario, de qué sirve platicar todo el santo día si realmente no hay un interés real por lo que sucede con tu interlocutor y viceversa, vaya al final del día de qué sirve echar chal por horas si ni siquiera te interesas por saber si él/ella está bien. Sin embargo esa misma disponibilidad nos acerca a momentos más personales con quien entablamos esa conversación.

Para algunas situaciones definitivamente acercan las redes sociales, para otras simplemente son un tamiz para conocer a los que nos rodean. Por mi parte creo que debo darme tiempo para fomentar tanto a mis amistades on line y aún más a las físicas. 

miércoles, 30 de marzo de 2016

Ver, oír y callar

Es muy difícil sobrevivir en ambientes tóxicos, existe una delgada línea entre lo correcto y engancharte con el medio.

Mi lugar de trabajo se caracteriza por ser así, fuente de negatividad, de crítica constante, de envidias, como aquella olla con cangrejos que con las tenazas bajan al que está por librarse de ser cocinado.

Día a día es una lucha constante de medusas de tantas cabezas que entre serpientes y cascabeles se pierde la gente. Vapores fétidos que terminan por infectarte. 

Desgastante y envejece sor en todos los sentidos. Este veneno es tan fuerte que es capaz de transformarte, de 8 a 3 pm, en el ser más despreciable e indolente del mundo. ¿Has visto a un burócrata? He allí el vivo ejemplo de un muerto viviente, de una víctima del veneno.

Para sobrevivir en este medio hay que ver, oír y callar. Aunque a veces no involucrarte sea lo más difícil del mundo. 

Ver, oír y callar, el aura protectora, el escudo fuerte contra los males que acechan tu ser.

Ver, oír y callar... ¡Sacúdete! ¡Sal corriendo!


viernes, 19 de febrero de 2016

Vecinos

Vivir en pareja implica tomar riesgos, conocer las manías y costumbres del otro, emocionarse por darle calor de hogar a ese techo en el cual nos refugiamos, conocer el entorno y también, lidiar con los vecinos. Compartir el espacio de vivienda en esta ciudad no sólo poner aprueba la tolerancia del ser humano, también sirve para ser sociólogos en potencia.

Cuando llegamos a este lugar, fuimos testigos de una lucha de poderes. Nos recibió el olor a pintura fresca del tono color chocolate que le estaban dando a los escalones de cemento del edificio, los gritos y quejas de dos vecinas que decían no soportar esas ridiculeces y mucho menos estar conformes con esa arbitraria decisión y que fueron acompañados unos segundos después por los gritos de la que se dice administradora del lugar. Mi casera en ese momento se disculpó con nosotros y nos abrió la puerta de nuestro nuevo hogar. Bienvenidos pues, pásenle a lo barrido.

Al paso de los días, esos sesenta metros con paredes en blanco nos veían comenzar emocionados a darle forma a nuestro hogar. Poco a poco nos fuimos encontrando en nuestra rutina y conociendo a nuestros vecinos. Buenos días para una mujer de baja estatura que sonríe alegre y que siempre tiene prisa, buenas tardes a mi vecina de a lado cuya cara de pocos amigos combina con aquella actitud nefasta de la discusión del primer día, disculpe con permiso, para aquella mujer de semblante triste que todas las tardes sale a fumarse un par de cigarros sentada en la escalera mientras escudriña su celular.

Y un buen día, un pequeño golpe a un auto rojo estacionado junto al nuestro nos puso en la mira de la administradora. Su auto fue el afectado. Bendita puntería.

Después de dejarle una nota y al recibir su llamada, mi amado chocacoches se presentó con esta mujer de voz aguardientosa y que transpira tabaco por todos los poros de su ser para arreglar el incidente. La administradora recibió el dinero pactado sugiriendo que probablemente faltaría dinero pero que no nos preocupáramos ya que ella desde el fondo de su noble corazón (y de su bolsillo) pondrían el faltante. 

Mi compañero ya lo sabía, esa mujer es de aquellas que buscan beneficiarse de todo y a costa de todos. Lo que se ve no se juzga. Y no se concretó en cerrar el trato, también quiso interrogar al nuevo vecino sobre nuestra vida familiar y aprovechó para contar los detalles truculentos de todos en el edificio.

Habló sobre nuestro vecino de enfrente, un borracho golpeador, decía. Tiene una familia horrible y todo el tiempo se la pasa haciendo desfiguros, dijo. Dio detalles de alguien más y antes de despedirse pidió el dinero del mantenimiento y prometió entregarnos la llave de la azotea para subir a llenar el tanque de gas cuando fuera necesario. Hace casi un año de eso y todavía cuando la encontramos en el pasillo dice que ya casi la tiene. Seguro es de importación o de manufactura artesanal porque cada vez que subo, la reja está abierta y ella sólo se asoma por su ventana para ver quién anda allí.

Lo cierto es que en el transcurso de estos meses hemos descubierto que el vecino borracho sólo se ha puesto impertinente dos veces pero que tiene una voz que se escucha a tres kilómetros a la redonda, habla bajito pues. Su mujer no es horrible, solo se expresa como carretonera y cuando se enoja ni su marido dice pío, fina ella. 

Aprendimos que mi vecina de a lado tiene un esposo villamelón al que le encantan el fútbol americano y que entona con fervor el himno nacional cuando enciende el televisor y se está transmitiendo algún deporte, que le gusta la música de los ochentas y que cuando ella no está, saca al artista que lleva dentro poniendo el karaoke a todo volúmen.

Descubrimos que los gritos que se escuchan a media noche no eran otros sino los maullidos de una gata en celo que tiene amoríos con otro gato pardo dos edificios abajo, y que definitivamente mi vecino de arriba sí tiene una vida sexual muy activa lo cual resulta muy bizarro ya que en el departamento contiguo viven cuatro chicos mormones que no imagino qué cara pondrán cuando comienzan las olimpiadas del amor. Santo, santo, santo. 

Yo no sé qué opinión tendrán nuestros vecinos de nosotros. Yo no tengo queja alguna, porque a pesar de ser todos tan distintos, nadie se ha metido con nadie, y de situaciones embarazosas no hemos pasado. ¡Vaya que somos una fauna muy variada!

Agradezco que las veces que hemos necesitado ayuda una mano solidaria siempre ha aparecido, y que hoy estos meses de convivencia en condominio me dan para escribir. 

Definitivamente ha sido una buena aventura, y espero que siga así mientras este pequeño lugar siga llamándose nuestro hogar.