miércoles, 21 de octubre de 2015

Empatía

Hace unos cuantos días mi mamá me dio una lección de humildad, de compasión y me mostró cuán grande es su corazón.

Una mujer muy humilde abordó el vagón del metro en que nosotras viajábamos y se paró junto a nosotras. Como siempre, como a todos, por un momento me pareció invisible y seguí conversando con mi mamá. El ruido del túnel hace difícil las pláticas así que traté de pegarme a mi madre en lo que llegábamos a la siguiente estación. 

En ese momento todo a mi alrededor volvió a aparecer, incluso aquella mujer pequeña cuyos ojos bañados en lágrimas luchaban por contener su sentimiento. 

Al mirarla no supe cómo reaccionar, incluso puedo decir que me sentí incómoda al presenciar su dolor. Mi corazón se estrujó. El convoy avanzo de nuevo, aparté mis ojos por un momento de ella y continúe con la charla. 

En un instante sentí sollozar más fuerte a la mujer, como queriendo ahogar su dolor mientras el ruido del túnel se lo permitiera. De nuevo esa punzada en el estómago, sin saber qué hacer por ella, sin saber si era correcto preguntarle por su sufrir, qué tal que se sentía ofendida, o tal vez me contaba, la moneda estaba en el aire.

Toda es marea de pensamientos revoloteaban en mi cabeza cuando, al levantar mis ojos hacia ella, vi la mano de mi mamá sobre su brazo. 

Un simple apapacho hizo que el corazón de esa mujer sintiera el calor humano. Esa mano liberó el llanto que por ratos venía luchando con ella. Ese contacto silencioso le decía que todo estaría bien, que no estaba sola. 

Llegamos al final del recorrido. Mi mamá se puso en pie, tomó del brazo a la mujer y descendimos del convoy. Ya en el andén, la abrazó fuerte y le dijo: Dios está contigo, todo va a estar bien. La mujer se refugió en su pecho y lloró con más fuerza. 

Ya un poco más calmada nos contó su historia, su hijo está en la cárcel encarando un juicio del que sólo ha salido dinero de sus bolsillos, pruebas falsas y acusaciones ficticias. Ella jura que es inocente. 

La falta de recursos económicos, un abogado que la estafó, una nueva abogada que revisa el caso y que le dice que ya no hay nada por hacer es lo que la tiene tan triste, tan desesperada. Sus palabras cargan tanta desolación que me hacen un nudo en la garganta. 

Y allí está ella, mi madre, abrazándola y tratando de hacerla sentir mejor, repitiéndole que por muy gris que sea el panorama siempre hay esperanza.

La tomamos de la mano y la reconfortamos unos minutos más. La mujer se calma y trata de buscarle sentido a su paso. Camina hacia la salida y nos agradece las palabras, el tiempo que nos tomamos para escucharla y nuestro buen corazón. Nosotras hacemos lo propio. 

Ese día me sentí muy orgullosa de mi madre, por tener esa empatía con aquella mujer. Porque su nobleza es grande.

Mientras en el vagón todos iban ocupados con su celular, mirando hacia cualquier parte, la indiferencia que mostramos hacia nuestros semejantes cada día es más dura, se respira. Ella no, ella fue ese ángel en la vida de esa mujer.

Y no es que me vanaglorie por lo sucedido, al contrario, para mi fue una lección grande. Mi madre restaura mi fe en la humanidad demostrando con una simple palmada en un brazo que todo estará bien, que hay alguien allí que entiende mi pesar, que todos necesitamos de todos y que, por favor, ya deje mi celular.

There's (more) life out there!

1 comentario:

LadoGe dijo...

La sabiduría de quienes llegaron primero que nosotros, nos llevan ventaja al saber como actuar antes situaciones así, tu pensando que podrías decir o hacer y ella hizo lo que la señora necesitaba, a veces no podemos dar solución a los problemas de los demás pero que bonito es saber que escuchamos a la persona que tanto necesita desahogarse, escuchar es una virtud y tu mamá supo como utilizarla. Abrazo a las 3 aunque la señora no nos lea...Y sobre las injusticias de la vida, estamos llenos!